Por Ariel Yang
Considera por un segundo las identidades a las que le atribuyes valor. Ciertas identidades reciben un valor razonable y significativo, como las relacionales. “Madre”, “hijo”, “abuelo”, “mejor amiga”, “hermana”. Estos títulos de parentesco son los que llevamos con orgullo, los que nos hacen caminar con la cabeza un poco más alta, los que presentamos como si fueran parte de nuestro nombre. Luego están las credenciales que nos atribuyen la profesión y la educación. Estos a menudo pueden convertirse por error en nuestra identidad completa, en caso de perderlos incluso podemos llegar a sentirnos perdidos e incompletos. Ya sean letras que preceden tu nombre o letras que lo siguen, acumulamos un poco de orgullo en estos títulos. En los últimos años, también ha habido un enfoque cada vez más amplio en las identidades étnicas y de género. Ciertamente, hay un valor razonable para estas identidades, pero me temo que hemos creado ídolos a partir de ellas.
Lamentablemente, estos títulos, posiciones, identidades y credenciales (personales, relacionales y profesionales) a menudo se convierten en la forma en que determinamos nuestro valor, valía e incluso santidad. Esencialmente, nuestros títulos se convierten en nuestros dioses. Perseguimos las credenciales que nos hacen más valiosos, envidiamos el respeto de aquellos con títulos que no tenemos y aborrecemos ciertos títulos que tenemos. Creemos que escuchar lo que el mundo dice de nosotros nos da credibilidad. La gente tiende a respetar a alguien con el título de “Doctor” sobre alguien sin título. Ahora, con razón deberíamos considerar las credenciales de alguien cuando el asunto en cuestión lo requiera. Sin embargo, con demasiada frecuencia buscamos las credenciales simplemente para agradar al hombre y obtener alabanza en lugar de glorificar a Dios. Hay poder en un nombre y, de hecho, hay cierto valor en lo que poseemos. Sin embargo, sin darnos cuenta, creamos un ídolo a partir de lo que Dios nos ha dado para administrar bien la única identidad que debe tener prioridad: ser un hijo de Dios.
Esto está claro en todo el mundo. A medida que nos acercamos a la Iglesia (la gran iglesia con “I”), vemos que hemos hecho esto mismo con los títulos. No te equivoques, hay un peso definido en ciertos títulos. Podemos estar de acuerdo en que existen grandes diferencias en las responsabilidades entre “pastores” y “laicos”. Santiago 3: 1 dice con respecto a los maestros, “…no os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación.”. (Santiago 3: 1 RV60). Sin embargo, una cosa permanece igual sin importar el título: fidelidad y obediencia a Dios y su voluntad.
Del mismo modo, este enfoque no es diferente entre los que están “casados” y los que son “solteros”. Sin embargo, hemos visto una distinción injusta entre estos dos grupos. Lamentablemente, la cultura evangélica popular ha aplicado desproporcionadamente más valor a los casados que a los solteros/no casados. Las personas casadas son consideradas más maduras en la fe, mientras que las que no están casadas son consideradas carentes de fe.
Como mujer soltera de 27 años que ha servido en mi iglesia local desde la adolescencia, he recibido algunas de estas atribuciones falsas. También había comenzado a despreciar el título de “soltero” y comencé a idolatrar el “matrimonio” como una forma de escapar de las falsedades perpetuadas de la soltería. El vocabulario utilizado para describir “matrimonio” y “soltería” hacía que pareciera que me había perdido algún conocimiento oculto de Dios al que solo se puede acceder a través del matrimonio. No solo eso, sentí que mi credibilidad en el ministerio se detenía debido a mi soltería, como si no pudiera servir en el ministerio, o peor aún, que el verdadero ministerio no comenzaría hasta que me casara. Por favor, no me malinterpreten, AMO el amor y AMO la institución del matrimonio, aunque nunca lo he experimentado. Dios creó el matrimonio, y sé que es un deseo piadoso el querer casarse, siempre y cuando no lleve a uno a la idolatría. Animo los matrimonios bíblicos y piadosos. Oro por mis amigos casados. Oro por mis amigos solteros que desean casarse. Esto se debe a que sé que el matrimonio, al igual que la soltería, es el medio por el cual Dios nos santifica. Pero especialmente en el matrimonio, las personas llegan a experimentar la abnegación o “morir a sí mismos” con más frecuencia.
Estoy perpetuamente en un estado de santificación, ya esté soltera o casada, y tengo la intención de perseguir fervientemente a Cristo como mujer soltera en preparación para el matrimonio, pero especialmente si termino no casándome. Como iglesia, debemos alentar a los que aún no se han casado a buscar a Cristo por lo que Él es, con el fin de conocerlo y darlo a conocer. Debemos fomentar el matrimonio, pero tengamos claro que nuestra comisión no es el matrimonio. El matrimonio es un medio para nuestra verdadera comisión, que Jesús dice a sus discípulos: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. (Mateo 28:19-20 RV60). El matrimonio puede ser una herramienta que nos ayude a hacer esto. Pero para algunos, no está prometido. Debemos tener cuidado de no hacer del matrimonio nuestra misión, sino darle la bienvenida y usarlo para glorificar a Cristo mientras cumplimos su comisión.
Si hubiera creído lo que la cultura dice de los títulos, especialmente “casado” o “soltero”, me habría quedado en ese camino de idolatrar y perseguir el matrimonio por las razones equivocadas. Me he tragado la mentira de que mi valor proviene de mi título. Ya fuera académico o matrimonial, vi cómo el mundo reaccionaba a mis credenciales y quería venderme por su estándar de calificativos. No fue hasta que escudriñé las Escrituras para ver realmente lo que calificaba mi ministerio. No era mi estado civil, ni eran mis títulos de educación, ni era la cantidad de libros que había leído, y ciertamente no era la cantidad de artículos que había escrito. Jesús me califica para el ministerio. Es escuchar el evangelio por gracia y creer en él a través de la fe, y que ese sea el requisito previo para ser eficaz en el ministerio. El llamado a los solteros/no casados no es diferente al que tienen los que están casados: que debemos morir a nosotros mismos, nacer de nuevo, tomar nuestra cruz y seguir a Cristo. Nada cambia esta llamada. Nuestra obediencia a este llamado puede diferir de persona a persona, pero nuestra máxima sumisión es solo a Cristo.
De la misma manera, Dios no valora ningún don por encima del otro. De hecho, debería decirse que el matrimonio no hace a uno santo, ni tampoco la soltería. Jesús y su expiación nos santifican. Estar casado bien significa ser santo, estar soltero también significa ser santo. Y nadie puede estar felizmente casado o soltero sin antes haber estado completamente satisfecho en Cristo. No hay título, ninguna credencial, ningún cambio de estado civil, ningún anillo alrededor de mi dedo que pueda cambiar eso. Todas mis credenciales se inclinan y se quitan la corona ante el Señor de Señores y Rey de Reyes. Es Él quién define quien soy, y ese es el título que llevaré sin vergüenza.
De hecho, renuncio a toda credencial, credibilidad o calificación que tengo por este mensaje: la gracia de Jesús es suficiente. “…Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible. Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo”. (Filipenses 3:4b-7 RV60). Para Pablo Cristo fue suficiente cuando escribió esas palabras. Para mi también. Es suficiente para ti. Es suficiente para los felizmente casados, los infelizmente casados, los felizmente solteros, los infelizmente solteros, viudos, divorciados, separados, novios, prometidos, desconsolados, los que están enamorados; es suficiente para todos. . No somos autosuficientes, nuestras circunstancias no garantizan una satisfacción eterna, ni tampoco nuestros efímeros títulos. Dicho esto, usa cualquier título que se te haya dado como un medio para glorificar a Cristo.
Si estás casado, bendito seas por amplificar el nombre de Cristo a través de tu matrimonio. Qué hermoso es recibir ese regalo y esa gracia. Que tu objetivo sea santificar a tu cónyuge y escuchar a Dios decirles a ambos: “Bien hecho, mi buen siervo y fiel”. Si eres soltero, bendito seas por estar exclusivamente dedicado a Cristo. Que tu objetivo sea perseguirlo fervientemente por lo que Él es, confiando en que nos ha dado todo lo que necesitamos para lograrlo. Ya estés casado o soltero, recuerda esto: nos necesitamos el uno al otro. La iglesia necesita a ambos, y en cada iglesia debemos encontrar ambos. Los casados son necesarios para ayudarnos a ver que incluso en el don del matrimonio, Dios es quien satisface nuestras necesidades. No estamos completamente satisfechos en nuestros esposos, sino solo en Cristo. Los solteros son necesarios para enseñar a la iglesia a que Jesús es mejor y vale más que lo que no tenemos.
Debemos tener cuidado de no poner el énfasis de la santidad en si estamos casados o solteros, sino luchar por lo que Cristo nos imparte que nunca podemos perder: somos sus hijos amados, todo lo demás cae por debajo de eso. Como escribió una vez el mártir Jim Elliot: “No es tonto el que da lo que no puede conservar para ganar lo que no puede perder”.