Por Andrea Guachalla
Es más fácil culpar a otros por nuestra maldad, que hacernos responsables de ella.
Que la identidad es una construcción social y que nuestra maldad es producto de nuestro entorno social no es una idea nueva ni innovadora, sino una vieja forma de librarse de ser responsables ante nuestro pecado. La filosofía de personajes célebres como Jacque Rousseau y León Tolstoi encontraron su fundamento en tales ideas, al igual que la filosofía de millones y millones en nuestro pequeño planeta azul.
“El hombre es bueno por naturaleza,
– J. Rousseau
es la sociedad quien lo corrompe”.
Es un dicho de Jacque Rousseau, de mediados del siglo XVIII que alega que es el entorno el que determina la moralidad de la sociedad, y el hombre nace intrínsecamente bueno. Es, por tanto, la sociedad la que corrompe al hombre, no el hombre quien corrompe a la sociedad.
Leon Tolstoi, 100 años más tarde, expone el mismo razonamiento en su famosa obra literaria “La Resurrección”. En esta cuenta la historia de un príncipe llamado Dimitri, que refleja la vida del propio Tolstoi, que empieza a descubrir su propia maldad y la mala vida de otros a la luz de lo que la sociedad les inculca. En la obra excusa los actos criminales alegando que sus perpetradores no son más que el producto de una sociedad discriminadora y mala, por lo que ellos no solo no deberían ser juzgados, sino deberían ser, de alguna forma, apoyados. A lo largo del libro continúa arguyendo que el hombre nace como un ser neutral, o en todo caso, benévolo, pero es la sociedad la que corrompió tanto a él, como a Katusha, una prostituta de bajos recursos con quien él desea casarse, y a todos aquellos que violan alguna ley.
La maldad no existe en el hombre, es el argumento final tanto de Tolstoi como Rousseau. Y como la maldad no existe, tampoco existe la justicia o las verdades absolutas. ¿Por qué? Porque al argumentar que la maldad del hombre es producida por su contexto, la consecuencia lógica es que no se puede “juzgar” a alguien objetivamente de acuerdo a sus acciones, ya sean estas buenas o malas, sino que uno debe analizar su contexto e identificar qué fue lo que ocasionó la acción cometida. Las presunciones de este razonamiento son, primeramente, que el hombre no tiene la capacidad de pensar, sino que es como un animal irracional que absorbe sin filtro lo que la sociedad le ofrece; y, segundo, que el hombre no tiene la capacidad de decidir sobre sus acciones, sino que como un robot autómata actúa conforme a sus instintos de acuerdo a experiencias previas.
De Génesis a Apocalipsis, no existe versículo alguno que sustente estas ideas y dado que vivimos en un mundo cada vez más invadido por el secularismo y el ateísmo, no es de extrañarse que corrientes ideológicas hoy en día defienden exactamente lo mismo. La teoría crítica y la política de identidades enseña que la identidad de las personas es definida por su afiliación política, ideológica, background cultural, y/o social, y que ellos actúan de acuerdo a su identidad seccionaria. Según esta visión, algunos grupos son inherentemente víctimas de la sociedad, y otros son inherentemente malhechores.
Durante estos años se ha argumentado que los grupos considerados víctimas según estas corrientes ideológicas no pueden ser a su vez las malhechoras. Por tanto, cualquier acción “mala” que provenga de ellos no puede ser juzgada objetivamente, sino que debe ser analizada según su contexto social, cultural, etc.
Si esto te suena familiar es porque lo vemos en la televisión y en las noticias con frecuencia: el feminismo dicta que las mujeres son inherentemente buenas e incapaces de cometer males, cuando se presenta un caso de violencia familiar en el que la mujer es la que abusa físicamente de su esposo o sus hijos, con frecuencia se duda de los hechos, o se otorga el beneficio de la duda a la mujer; la ideología de género dicta que todos aquellos que pertenecen a la comunidad LGBT son discriminados a pesar de que ellos son “tolerantes”, cuando se menciona que las tasas de violencia y promiscuidad son increíblemente altas en su comunidad, se atribuye a que sufren mucho estrés por la “discriminación” de la que son objeto; el indigenismo y la teoría crítica racial (critical race theory) dictan que las etnias minoritarias y razas no-blancas son objeto de racismo sistémico, cuando se recalca el hecho de que muchos individuos de etnias indígenas o minoritarias son racistas internamente o hacia etnias externas se ignoran los hechos por completo. A nadie parece importarle analizar hechos objetivamente, y no existen datos objetivos que puedan dividir el mundo entre oprimidos y opresores… Todos somos hacedores de maldad.
Basarse en una identidad cultural, social, política o de género te da paso libre a identificarte como víctima y excusar tus malas acciones con el “mal” que te hace la sociedad, y da paso a que otros sean clasificados como “opresores” independientemente de sus acciones.
Esto ignora por completo lo que la Palabra de Dios dice acerca de la perversión del hombre:
“…tanto judíos como griegos están todos bajo pecado;
Romanos 3:9-10, 23, La Biblia de Las Américas
como está escrito:
No hay justo, ni aun uno.
por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios”.
“Ciertamente no hay hombre justo en la tierra
Eclesiastés 7:20, La Biblia de Las Américas
que haga el bien y nunca peque.”
No hay hombre justo, ni aun uno. Todos hemos pecado, todos hemos quebrado la ley de Dios y la Biblia en ningún lugar enseña que podemos echarle la culpa de todo esto a nuestros vecinos, a nuestros padres, a nuestras escuelas, a nuestras malas experiencias o a la sociedad. La Biblia tampoco enseña que hayamos nacido hombres y mujeres benévolos y sin pecado:
“He aquí, en maldad he sido formado,
Salmos 51:5, Reina Valera 1960
Y en pecado me concibió mi madre.”
Fuimos concebidos en pecado, y desde entonces fuimos esclavos de la iniquidad. Esto implica que si tenemos libertad para tomar decisiones, estas nunca son para hacer el bien, sino para hacer el mal según el estándar que Dios nos da en Su Palabra, tal vez podamos hacer el “bien” según nuestro propio estándar, pero nunca frente a la perfecta ley de Dios. Somos incapaces de hacer el bien en nuestras propias fuerzas, estamos sumidos en nuestras iniquidades aunque nos guste culpar a otros por nuestras malas acciones, y si aún no crees que eres esclavo de tu pecado, intenta por un solo día dejar de hacer, pensar y hablar lo que es malo y verás que es imposible.
Ninguno es bueno en esta tierra excepto Cristo, el hijo de Dios quien es nuestra esperanza ante nuestra incapacidad e inhabilidad de hacer lo bueno y nuestra tendencia a desentendernos de nuestra responsabilidad por los pecados que cometemos. Si, es más fácil culpar a otros por nuestra maldad, que hacernos responsables de ella. Y esto, aunque humanamente sea más cómodo, lleva a la condenación. Porque, ¿cómo podemos acercarnos a Dios en arrepentimiento entendiendo su ley y nuestra condición deplorable, y pedirle en humildad que nos salve si nos consideramos dioses benévolos a nosotros mismos a pesar de nuestras iniquidades?
Que entienda tu corazón primeramente, que eres deudor frente a un Dios santo, que la deuda requiere tu muerte eterna bajo la ira de Dios, y que nunca querrás ir a Cristo por tu propia voluntad (Juan 6:44, Juan 5:40). Que esto te lleve a entender, sin embargo, que hay UNA solución. Dios no nos deja sumidos en la desesperanza, sino que nos dió a Cristo, su hijo, quien paga por nuestras iniquidades si nosotros, por la gracia de Dios, ponemos nuestra fe en él en busca de perdón y reconciliación con nuestro Creador.
No dejes que te mientan diciendo que tus iniquidades son responsabilidad de otros, y son excusables. No lo son. Eres responsable por tus pecados y, lo creas o no, serás juzgado por ellos en el día del juicio final. Al mismo tiempo, debes saber que, hay esperanza, y esa esperanza es Cristo.