El 31 de octubre de 1517, un monje católico romano y doctor en teología llamado Martín Lutero clavó en la puerta de la Catedral de Todos los Santos (Wittenberg, Alemania) un compendio de cuestionamientos pastorales a su Iglesia, que ahora se conoce como Las 95 Tesis de Martín Lutero. Sin embargo, rápidamente el Dr. Lutero se daría cuenta que estas deficiencias pastorales eran la consecuencia directa de los múltiples errores doctrinales que la Iglesia de Roma había venido enseñando desde hace algunos siglos. Este evento dio inicio a la Reforma Protestante, que se extendió por toda Europa.
Así, surgieron figuras enormes del Protestantismo Histórico, como Juan Calvino, John Knox, Thomas Cranmer, Pedro M. Vermigli, Felipe Melanchthon, etc., los cuales dedicaron su vida a denunciar aquellos errores de Roma que por tanto tiempo habían llevado a una cautividad babilónica a la Iglesia de Dios. Y aunque Martín Lutero dio el inicio formal a este movimiento, la Iglesia ha tenido predicadores en toda su historia que protestaron contra esta cautividad, entre los cuales destacan Jan Hus, Pedro Valdo, Juan Wycliff y Girolamo Savonarola, que fueron fervientes predicadores Pre-Reforma, y dieron sus vidas en martirio por la verdad.
Por tanto, es normal que nos preguntemos, ¿en qué puntos la Iglesia Católica Romana (ICAR) está alejada de las Escrituras? A lo cual en este artículo intentaremos responder con amor a Dios, su Palabra y la vida de aquellos mártires que lucharon por la verdad. Con tal fin, iremos doctrina por doctrina, mostrando primero la perspectiva católica romana y luego la perspectiva bíblica al respecto.
1. Pecado Original
1.1. La perspectiva católica romana
La ICAR sostiene que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios para glorificarle y vivir en comunión con Él, pero que cayó de este estado en Adán, lo cual afectó a toda su descendencia de manera parcial. El pecado original no es un delito que condene al hombre, sino un estado en el que el alma ha quedado herida.
1.2. La perspectiva bíblica
La Biblia enseña que Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza para glorificarle y vivir en comunión con Él (Gén. 1:26, 31). Sin embargo, presenta una visión más grave de la condición humana, donde el pecado original implica una total depravación de la naturaleza humana (Is. 64:6-7; Ro. 3:10-18). Este pecado es un delito que condena a todos, ya que Adán pecó en nombre de toda la humanidad. Dios hizo un pacto con él, con una sanción: la muerte. De ahí que “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.” (Ro 5:12). Es decir, todos son culpables del pecado del primer hombre. Por eso Salomón cuenta en Adán a toda la humanidad cuando dice: “Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones” (Ec. 7:29). Así, no solo somos hijos de un pecador, sino por naturaleza hijos de ira (Ef. 2:3), es decir, merecedores de la condena.
2. Soteriología
2.1. La perspectiva católica romana
Roma propone un proceso de salvación tal como sigue: (1) El hombre es convertido, es decir, se vuelve a Dios y abandona el pecado. (2) El hombre es justificado inicialmente, es decir, perdonado de sus pecados, hecho justo, santificado y renovado. Todo esto, el hombre lo recibe inicialmente por medio de la fe y del Bautismo, que actúa “ex opere operato”, es decir, por el mismo hecho de ser realizada la acción. En los niños, la conversión viene junto con la justificación. (3) El individuo debe perseverar en el bien para mantener este estado de gracia y alcanzar la justificación final, porque se puede perder. Si durante este proceso el hombre comete pecado venial, irá al Purgatorio para purificarse. Si peca mortalmente, irá al infierno. Si se mantiene en gracia, llegará al cielo.
2.2. La perspectiva bíblica
La Palabra de Dios propone el siguiente orden (Ro. 8:28-30):
(1) Dios llama eficaz e irresistiblemente al hombre a ser regenerado (Os. 11:4). (2) Es regenerado por el Espíritu Santo, pasando de muerte espiritual a vida nueva (Jn. 3:3; Stg. 1:18). (3) Se convierte, alejándose del pecado y volviéndose a Dios (Ef. 4:22-24). (4) Recibe la fe como un don de Dios (Ef. 2:8-9). (5) Con esta fe, es justificado, recibiendo la justicia de Cristo (Ro. 4:3-8; Fil. 3:9). (6) El justificado es santificado, renovándose para vida nueva (1 Tes. 5:23). Aquí comienza a manifestar frutos de justicia, ya que la fe que justifica es activa y obra por amor (Gál. 5:6) y no una fe muerta (Stg. 2:17). Y aunque la fe es la que justifica (Ro. 3:28; Gál. 2:16), no mereciendo la justificación sino siendo el medio para recibirla, las obras son fruto de esa fe y contribuyen a la santificación (1 Tes. 4:7). Esta santificación es obra de Dios (Jn. 17:17; Ef. 5:25-26; 2 Tes. 2:13), pero el hombre coopera (1 P. 1:15-16) (7) Finalmente, el hombre será glorificado después de su muerte y en la Segunda Venida de Jesucristo (1 Jn. 3:2).
El problema radica en la Justificación y Santificación. Roma sostiene que la justificación inicial se recibe por fe y Bautismo, haciendo al hombre justo; en cambio, la Palabra de Dios enseña que la justificación es una declaración legal de justicia, que se recibe solo por fe (Ro. 4:3, 23-25). Roma confunde Justificación con Santificación, y así buscan méritos ante Dios por las obras. Pablo afirma que es mejor “ser hallado en Cristo, no teniendo mi propia justicia, sino la justicia de Dios que es por la fe” (Fil. 3:9). La enseñanza ortodoxa sostiene que el hombre es justificado solo por la fe sin obras, la cual actúa por amor y produce frutos de santidad, y que nada puede interrumpir este proceso una vez iniciado por Dios (Ro. 8:28-39; Fil. 1:6).
Además, no encontramos en la Escritura evidencia de un Purgatorio. Al contrario: “a los que justificó… glorificó” (Ro. 8:30). Esto implica que nadie que ya haya recibido la justificación podrá caer en pecado tan grave que no alcance la meta; y nadie que vaya al infierno al final ha sido alguna vez justificado. Cristo “hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:14), por lo que no se requiere otro sacrificio ni purificación. Él mismo afirma: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Jn. 15:3). Si ya estamos limpios y perfectos, ¿por qué necesitar otra purificación o un Purgatorio? Esto refleja una falta de fe en la suficiencia de la obra de Cristo.
3. Sacramentología
3.1. La perspectiva católica romana
En la enseñanza católica romana, los Sacramentos son considerados medios infalibles de la gracia de Dios. Actúan “ex opere operato”, lo que quiere decir que la gracia se otorga por el hecho mismo realizar la acción, sin considerar quién los administre ni cómo se los reciba. La ICAR reconoce siete Sacramentos: Bautismo, Eucaristía, Confirmación, Penitencia, Unción de los Enfermos, Orden Sacerdotal y Matrimonio.
Respecto al Bautismo, la ICAR enseña que es necesario para recibir la gracia de la justificación, confiriéndola por su mera realización. En cuanto a la Eucaristía, se sostiene que el pan y el vino se convierten real y sustancialmente en el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Cristo tras la consagración. Por ello, los fieles adoran el pan sacramentado como si fuera Dios, considerando que el Sacramento en sí es Dios mismo.
3.2. La perspectiva bíblica
La Palabra de Dios enseña que los Sacramentos son sellos y señales del Pacto de Gracia (Ro. 4:11), y son solo dos: el Bautismo (Mt. 28:19) y la Santa Cena (Mt. 26:26-29). El Señor Jesús no instituyó más, por lo que los otros cinco que propone Roma, aunque pueden ser rituales de la Iglesia, no son propiamente Sacramentos. Estos Sacramentos sellan y significan la unión del creyente con Cristo (Ro. 6:4; Jn. 6:55-56). En cuanto al Bautismo, la Escritura enseña que “Cristo ha instituido (Mt. 28:19) el lavamiento exterior del agua añadiendo esta promesa (Hch. 2:38), que, así como somos lavados con agua, también somos limpiados de nuestros pecados por su sangre y Espíritu (Mr. 1:4)” (Catecismo de Heidelberg, P&R 69).
La Escritura enseña que en la Santa Cena se nos promete que la sangre derramada y el cuerpo quebrantado de Cristo han sido ofrecidos por nosotros en la Cruz (1 Co. 11:23-26), y que gracias a ello somos unidos a Él por el Espíritu Santo (Jn. 6:55-56). Comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo, en este contexto, significa abrazar las promesas del Evangelio con fe, que es “la mano y la boca de nuestra alma” (Confesión Belga, art. 35); no trayéndolo a él de vuelta a la tierra, sino que nuestras almas, por el Espíritu Santo, son llevadas a Él para unirnos a Él. ¿Quiénes participan del cuerpo y la sangre del Señor? Todos aquellos con fe verdadera que están unidos a Cristo; los incrédulos no lo hacen, ya que Jesús dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en día postrero” (Jn. 6:54), y claramente un incrédulo no tiene ni vida ni parte en la resurrección.
En cuanto a la conversión de los elementos en la Eucaristía, la Biblia enseña que no ocurre de manera física y literal. Los elementos son signos visibles de una realidad espiritual. Jesús aclara: “El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha” (Jn. 6:63), indicando que su enseñanza debe entenderse de manera espiritual. Adorar el pan o el vino como si fuesen Dios es idolatría, ya que son solo Sacramentos de su carne y sangre, y no Dios mismo. Esto surge del deseo de añadir a la promesa del Señor algo que Él no enseñó.
4. Infalibilidad Papal
4.1. La perspectiva católica romana
Roma sostiene que el Papa, al hablar ex cathedra sobre fe y moral, lo hace infaliblemente por la inspiración del Espíritu Santo. Esta doctrina es un dogma que debe aceptarse para la salvación; quienes la rechazan no podrían salvarse. Se basa en que el Papa es el sucesor directo del Apóstol Pedro, a quien Cristo dijo: “he rogado que tu fe no falte… confirma a tus hermanos” (Lc. 22:32). Además, se afirma que Pedro recibió una asistencia especial de Dios al declarar verdades de fe (Mt. 16:17) y que se le dio la potestad de atar y desatar (Mt. 16:18). El Papa recibe la misma promesa y autoridad por sucesión.
4.2. La perspectiva bíblica
Primero, es importante señalar que definir nuevos dogmas aparte de lo enseñado claramente por la Escritura e imponerlos como necesarios para la salvación es lo mismo que tradiciones humanas a la Palabra de Dios, creando una carga innecesaria para los fieles. La Escritura enseña que la salvación se basa en “la fe una vez dada a los santos” (Jud. 3), por lo que no debería haber nuevos dogmas. ¿Quién creía en la Asunción de María antes del siglo V o en la infalibilidad del Papa antes del siglo XVII? Nadie. Afirmar que estas doctrinas son necesarias para la salvación es predicar un evangelio adulterado. Si el Papa predica un evangelio diferente, cae bajo la advertencia de Pablo de ser anatema (Gál. 1:8), independientemente de su supuesta sucesión desde Pedro.
Se puede discutir mucho sobre la supuesta sucesión directa de Pedro al actual Papa, pero lo central aquí es que, si un presunto sucesor ha pecado gravemente, como el caso del Papa Juan XII o del Papa Alejandro VI, ninguna sucesión física tiene valor. Lo que importa es la sucesión en doctrina y moral, ya que no somos un reino de este mundo (Jn. 18:36). Además, la autoridad de atar y desatar no fue dada solo a Pedro, sino a toda la Iglesia (Mt. 18:18). La Roca sobre la que se funda la Iglesia no es Pedro, sino su confesión: “tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt. 16:16). E incluso si concedemos hipotéticamente que Pedro es la Roca, no hay evidencia de que él haya conferido ese rango a algún sucesor, ni mucho menos al obispo de Roma, pues estuvo antes en Antioquía; en todo caso, la Roca sería solo Pedro, y muerto Pedro, acabóse el primado.
No es consistente con lo revelado en Hechos que Pedro sea el Apóstol de los Apóstoles con un rango superior. Por ejemplo, Santiago presidió el Concilio de Jerusalén, pues aunque Pedro habló primero, fue él quien tomó la decisión final (Hch. 15:13-20). Además, Pedro fue enviado por los otros Apóstoles, actuando como alguien sujeto, no como líder (Hch. 8:14). Cristo enseña que “los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, pero entre vosotros no será así” (Mt. 20:25-26), lo que demuestra que la autoridad no sería delegada a un solo hombre, pues esto sería imitar los reinos del mundo, sino que en la Iglesia sería diferente. Específicamente, la autoridad fue delegada a los Doce y luego a todos los ancianos de la Iglesia (Ef. 4:11-12). Es impensable que un solo hombre tenga toda la autoridad en la Iglesia de Dios.
5. Comunión de los Santos
5.1. La perspectiva católica romana
Roma enseña que los cristianos en la tierra pueden pedir intercesión a los santos en el cielo, quienes pueden oír y cumplir estas peticiones. María recibe un papel especial, considerándola la madre de toda la Iglesia (Jn. 19:26-27) y la intercesora más poderosa, ya que al ser madre de Cristo, puede pedirle con mayor cercanía. Un ejemplo de esto es en las bodas de Caná, donde Jesús atendió la petición de María (Jn. 2:1-5).
5.2. La perspectiva bíblica
La Palabra de Dios enseña la comunión de los santos, mostrando que los primeros cristianos vivían en comunidad (Hch. 2:44-47) y se mandaba a amarse unos a otros, especialmente entre creyentes (Ro. 12:10; Gál. 6:10). Y todos los creyentes son santos, ya que Cristo los hace santos (Heb. 10:14). Así, la comunión de los santos se refiere a la vida común de amor en la Iglesia. Sin embargo, la Escritura no enseña a orar a los santos fallecidos ni sugiere que puedan escucharnos. No hay ejemplos bíblicos de esto.
Por otro lado, si consideramos que María es solo una criatura, es ilógico pensar que podría escuchar millones de oraciones simultáneamente, a menos que se crea que tiene ese poder, haciéndola igual a Dios, lo cual es idolatría. La oración es adoración, y esta debe dirigirse solo a Dios, así que, ¿orar a otro que no es Dios no es idolatría también? Roma distingue entre latría (culto a Dios) y dulía (a los santos), pero esta distinción puede ser un medio sutil de Satanás para introducir la idolatría en la Iglesia. Orar a santos o ángeles, en cualquier forma, es un acto de idolatría. Cristo enseñó a orar solo a Dios, y los cristianos hacen bien si siguen su ejemplo.
La Escritura, como Regla de Fe, debe prevalecer ante cualquier enseñanza humana que pretenda contradecirla o desvirtuarla. Sólo la Escritura es “la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro” (2 P. 1:19). Así que, espero que esta exposición sirva de edificación, y más que todo, para que cada uno pueda afirmarse en aquella fe una vez dada a los santos de la que habla Judas Apóstol, sin dejarnos seducir por argumentos falaces y sofismas que pueden perturbar la fe.