SI LA LUZ PERECE, SÉ LA LUZ

By Andrea Guachalla

No entres dócil en esa dulce noche:
debe arder la vejez y delirar al fin del día;
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Aunque sepa al morir que la tiniebla es justa,
porque sus palabras no relampaguearon el sabio
no entra dócil en esa dulce noche.

Rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Esos son los versos que comienzan el viaje de Joseph Cooper, Amelia Brand, Doyle y Rom en la película Interestelar. Estarán viajando por años en una nave espacial en busca de un nuevo planeta donde haya mejores oportunidades de que sobreviva la humanidad. 

El profesor Brand, quien desde la Tierra los guía y lidera la investigación que está siendo hecha para asegurar la supervivencia de la raza humana, les dice: “no entren dóciles en esa dulce noche” haciendo eco al poema una vez escrito por Dylan Thomas en 1947. Es su forma de decirles que no deben esperar pasivamente a la muerte, sino pelear contra ella. Es su forma de decir que él, desde el otro lado del universo, los estará ayudando y llevándolos de la mano como lo haría con un hombre ciego…

Un hombre ciego…

Dylan Thomas estaría llevando a su padre de la mano. Por los últimos años ha estado perdiendo la vista, el sentido más preciado para alguien como David J. Thomas que disfruta de leer historias a su hijo Dylan y de escribir cuando está inspirado. Ahora es muy tarde… Viajan con toda la familia a Italia en 1947 donde Dylan escribe el poema más renombrado del siglo XX a su padre. Mas no seas crédulo, su padre no puede leer el poema porque aún no sabe que está muriendo. El último verso dice así:  

Y tú, padre, allá en la altura triste,
con llanto feroz maldice, bendíceme ahora, te ruego.
No entres dócil en esa dulce noche.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.

La vida deja sus pulmones después de cinco años de estar peleando contra la agonía de la luz en 1952. Dylan descubre cuando su padre fallece, que los ojos de los hombres moribundos reflejan todo lo que el hombre es y siempre será. Descubre que al final, todos tenemos miedo, y por eso debemos luchar. Porque luchar nos mantiene vivos.

Tememos el desastre, tememos ser olvidados, tememos la guerra, tememos las cadenas de ADN que llevan enfermedad, las cadenas que llevan la misma enfermedad que mató a David J. Thomas y a miles de otros en nuestro mundo posmoderno: Neumonía.

Le tememos al virus que puede llevarse el brillo de la vida y de repente hacerla parecer oscura.

El miedo que domina el mundo ahora no es causado porque la humanidad esté atravesando un apocalipsis inminente debido a plagas en los cultivos y tormentas de arena que están forzando a los científicos a buscar otros planetas habitables, y tampoco es por el hombre ciego que pierde lentamente su vida: Es por el mundo, nuestro mundo. Es causado por las trescientas mil personas que enfrentaron el mismo destino: la agonía de la luz. Si eran ricos o pobres, altamente educados o analfabetos; al virus no le importó. 

Nuestro miedo es por el “no saber”. No saber cuando acabará la pandemia, o cuanto tiempo estaremos en confinamiento, o que es lo que pasará después. No hay un porfesor Brand que nos diga que llegar al agujero de gusano tomará dos años, y no tenemos un Dylan Thomas que tomando a los enfermos de la mano. No hay un Michael Caine recitando las primeras lineas del poema de Dylan anunciando el principio de un peregrinaje por las estrellas que sería la esperanza de la supervivencia de la raza humana, y tampoco tenemos un Dylan Thomas susurrando un poema al hombre ciego que yace en su lecho de muerte. Pero el mensaje para todos nosotros parece ser el mismo:

No entres dócil en esa dulce noche.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Sin embargo, no importa cuán fuertes pensemos que somos. no podemos hacerlo solos. Los astronautas explorando el universo desconocido tenían al profesor Brand guiándolos en el camino. Y no solo eso, sino que también tenían al sol flameante y las estrellas titilantes dándoles un firme sentido de propósito. David J. Thomas tenía a su hijo dispuesto a llevarlo de la mano cuando no podía ver más allá de un paso, tuvo un hijo sentado al lado de su lecho entendiendo a través de su vitalidad mortal lo que significa luchar. Y nosotros…

Nosotros tenemos algo mejor: un Dios que es soberano, que es cognoscible no solamente a través de su Palabra, pero también a través de la naturaleza, y la complejidad del universo y la vida que muestran un diseño perfecto hasta el más mínimo detalle. Tenemos al más grande de los seres cuidando del más débil de todos. Tenemos un Dios que sabe el propósito de todas las cosas que toman lugar, y un Dios que conociendo nuestras debilidades y limitaciones nos dice: No temas. 

La humanidad podrá agitarse por algo que ni siquiera podemos ver, y todo el mundo podrá paralizarse de un día para el otro, pero hay Uno que nunca se agita, Uno que nunca se paraliza. Hay Uno que nunca cambia, que es omnisciente y absolutamente amoroso. Es él quien puede decirnos en su gracia: “no entres dócil en esa dulce noche, yo te daré la fuerza para luchar.” Y no solo nos asegura eso, sino también que no necesitamos airarnos contra la agonía de la luz porque NOSOTROS PODEMOS SER LA LUZ.


Otras fuentes:

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