By Andrea Guachalla
“Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a
Lucas 14:33, Reina Valera 1960
todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.”
Hemos escuchado esto antes. Seguir a Cristo tiene un glorioso costo, y ese es dar tu propia vida para servirle en gratitud por la vida que él te dio, y porque sin que tú lo merecieras él te salvó.
Pero, ¿qué quiere decir renunciar a todo? Quiere decir que renunciaremos a nuestro antiguo ser, eso ocurre en todo aquel que nació de nuevo por la gracia de Dios. Añadido a eso, para algunos significa que renunciarás a algunas amistades, para otros significa que sacrificarás diversiones mundanas, para algunos significará renuncia a un trabajo. Y para otros – aunque me atrevo a decir que no es tan común – significa que renunciarás a TODO, que sacrificarás incluso tus sueños más salvajes por amor a Dios y a otros.
¿Alguna vez has estado en una posición que requirió que sacrificaras cosas que antes amabas por seguir a Cristo? Si tu amor por Dios te ha guiado a sacrificar algo grande por el bien de otros probablemente aprendiste un par de cosas.
Primero que nada, que tu mente tiene dos personalidades: la más noble sabe que renunciar a cosas que amas por amor a Dios y a otros es lo correcto, y su contraparte, la egoísta, intenta racionalizar la posibilidad de tomar una decisión egocéntrica.
Segundo, sabes que Dios te humilla y revela los ídolos más escondidos de tu vida dándote así la oportunidad de afirmar que realmente amas a Dios “con toda tu mente, todo tu corazón y todas tus fuerzas”.
Y tercero, si algunas vez has tenido que renunciar a tu vida, tus sueños, tus planes, o a cualquier cosa que haya sido importante para ti por el bien de hacer lo correcto a los ojos de Dios, sabes cuan frecuentemente tus amigos y familiares usan estas frases para confortarte:
“Dios te va a recompensar”, “Dios cumplirá los deseos de tu corazón”, “Dios te va a dar algo mejor de lo que tenías antes”.
A pesar de que todas estas afirmaciones vienen de corazones empáticos que buscan confortarte en tus pérdidas, cargan un peligro en ellas. Cargan el riesgo de malentender su sentido por uno que nunca fue planeado: “Dios te debe”, “Mereces ser recompensado”, “Mereces algo mejor”.
Pero, ¿realmente es así?
No importa cuan grandes nuestros actos desinteresados sean, ¿realmente merecemos ser recompensados? ¿Merecemos que los deseos de nuestros corazones sean cumplidos?
Y la respuesta es: no realmente.
¿Por qué?
Porque de acuerdo a la palabra de Dios somos siervos indignos:
“Supongamos que uno de ustedes tiene un siervo que ha estado arando el campo o cuidando las ovejas. Cuando el siervo regresa del campo, ¿acaso se le dice: “Ven en seguida a sentarte a la mesa”? 8 ¿No se le diría más bien: “Prepárame la comida y cámbiate de ropa para atenderme mientras yo ceno; después tú podrás cenar”? ¿Acaso se le darían las gracias al siervo por haber hecho lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les ha mandado, deben decir: “Somos siervos inútiles; no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber””
Lucas 17:7-10, Nueva Versión Internacional
Hacer cosas buenas no es un favor a Dios o a otros. Es meramente lo menos que Dios merece como nuestro Creador y Salvador. Más allá, Todo lo que es bueno en nosotros no viene de nosotros mismos. Toda buena dádiva viene de lo alto. Incluso los pequeños actos desinteresados que hacemos vienen de un Dios de gracia que nos habilita para hacer lo que es correcto e incorrecto a sus ojos, y a actuar de acuerdo a ello. Él decidió darnos de su luz. A nosotros, siervos indignos, quienes somos habilitados – por su divina gracia – para servir a un Dios santo. ¡Qué privilegio!
Podrás pensar que mientras más grandes tus sacrificios, más te deberá Dios, pero la verdad es que solo Dios puede decidir bendecirte con algo que deseas, Dios puede decidir darte algo grandioso por su gracia, el puede bendecirte abundantemente (2 Corintios 9:8). Pero al final del día eso es lo que es: Gracia. Nada menos y nada más. No es algo que merezcas.
Si nos quedamos atrapados en el pensamiento de que Dios nos recompensará por nuestros actos sacrificiales – aunque el solo hecho de servirle ya es una recompensa -, ya no son actos sacrificiales. Se convierten en actos egoístas guiados por el deseo de ser exaltado y recompensado con algo igual o más grandioso que lo que sacrificamos. Si esta es nuestra mentalidad nos engañamos a nosotros mismos.
Y lo digo de todo corazón, yo también me engaño a mi misma a veces.
Así que, déjame preguntarte la misma pregunta que me he estado preguntando últimamente: Si supieras en verdad que Dios no te recompensará con algo tangible en esta vida por las cosas que haces, ¿aún así decidirías obedecerle? ¿Aún así decidirías caminar en su verdad y su estándar de lo que es correcto? ¿Todavía amarías a Dios y darías tu vida por vivir para él?
Imaginemos por un segundo que tú y yo podemos viajar en el tiempo y decidimos viajar al futuro un par de décadas y todo lo que vemos es que nuestras decisiones desinteresadas no fueron recompensadas de la forma que queríamos. Después de ver eso, ¿todavía obedecerías los mandamientos de Dios en el presente?
Tómate unos minutos para pensar antes de responder.
Desearías poder decir que sí firmemente y sin dudar, sin embargo… ¿puedes realmente?
Si tu respuesta es “no”, puedo decirte por experiencia que tu orgullo es más grande que tu amor por Dios. Y por ello, mi amigo, debes arrepentirte y pedirle al Señor que te dé un corazón humilde que busque servirle a él y no a ti mismo. Nuestro gozo y propósito debe venir de cumplir la voluntad del Padre, debemos entender como Jesús lo hizo que:
“Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra”.
Juan 4:34, Reina Valera 1960
Ahora, si tu respuesta a la pregunta anterior es “si”, que el Señor te fortalezca mientras buscas servirle sin importar las consecuencias, que él te de la motivación correcta para servirle a él y a otros con su amor sacrificial.
Ya sea que hayas respondido “si” o “no”, una cosa es cierta: ¡A veces no es fácil! Todos luchamos en un punto u otro con descontentamiento, o incertidumbre acerca de lo que el futuro depara, a veces dudamos de su bondad y sus promesas. Sin embargo, podemos estar seguros de que sus promesas fueron, son y serán verdaderas para siempre, él no nos dejará ni nos desamparará, y podemos confiar en que el Padre nos honrará (Juan 12:26).
Pero, ¿será esa nuestra motivación para servirle?
No.
¡Él no nos necesitaba y aún así nos creó, él era todo amor y armonía antes de nosotros, y aún así decidió mostrarnos su amor y misericordia habilitándonos para tener una relación con él, él mandó a su propio hijo para pagar por nuestras transgresiones, y mandó al Espíritu Santo para confortarnos y guiarnos!
No obedezcamos porque queremos ser recompensados, ni porque se sienta bien. No obedezcamos en busca de nuestra propia exaltación. Obedezcamos a Dios porque él nos dio un corazón nuevo, sirvámosle porque él nos muestra el camino y lo que es bueno a sus ojos, algo que no podríamos hacer en nuestras propias fuerzas. Sirvámosle porque estamos agradecidos por nuestro santo Salvador Jesucristo y queremos ser más como él. Sirvámosle porque lo amamos, y porque amarlo nos habilita para amar a otros.
Es por eso que obedecemos a Dios. Es por eso que pasamos nuestras vidas conociéndolo y buscando hacer su voluntad, y perseverar en esta carrera.
¡Señor, permítenos conocerte, amarte, servirte y servir a otros hoy y siempre!